Los debates pedagógicos que han orientado mi ejercicio docente durante 15 años sugieren que la experiencia es el escenario más fértil para el aprendizaje. Que se aprende mejor cuando se posibilitan ambientes que emulan o insertan en la realidad. Sin embargo, el confinamiento a raíz de la pandemia, me ha dado una lección distinta, aterradora.
Distintos lugares del feminismo han enfatizado que la economía del cuidado es un factor crítico para la transformación del mundo contemporáneo. Si no logramos que el trabajo de cuidado se reconozca, reduzca y redistribuya; las mujeres seguiremos navegando la desigualdad, especialmente en contextos urbanos. Datos del Observatorio para la Equidad de las Mujeres (OEM) evidencian que para Cali en el 2020, las mujeres trabajamos en labores de cuidado no remunerado más de tres horas diarias que nuestros pares varones mientras dormimos dos horas menos que ellos, el tiempo de ocio es casi nulo y la carga del cuidado es causa directa de nuestra poca inserción al trabajo formal, menor presencia en espacios públicos y políticos de decisión, al tiempo que los estereotipos asociados al cuidado nos alejan de cargos directivos en las organizaciones. El cuidado impacta directa e indirectamente la vida de las mujeres.
Al decretarse el confinamiento obligatorio en marzo del 2020, en varias ciudades de Colombia se trabajaba en la definición de políticas públicas diferenciales que sacaran del hogar al deber del cuidado para abordarlo colectivamente: en Bogotá, las Manzanas del cuidado localizaban la oferta y demanda del cuidado para dar a las mujeres un lugar donde dejar sus hijos; en Cali, empezaban las caracterizaciones de la demanda y oferta del cuidado para diseñar un sistema distrital de cuidado; en Medellín, la Mesa de Economía Feminista y la Mesa Intersectorial de Economía del Cuidado continuaban su trabajo. Estábamos posibilitando el debate de cómo hacer del cuidado un problema público. Y en esto, las Administraciones municipales llevaban la batuta frente a la Administración nacional.
Tras el decreto del confinamiento, llegué a pensar en que la transformación empezaría, que la experiencia llevaría a la reflexión y la reflexión al cambio. Pero, no pasó. Las prácticas asimétricas del cuidado continuaron inmutables. Mientras, la Encuesta Nacional del Uso del Tiempo del DANE, diseñada para medir el aporte de las mujeres en cuidado no remunerado al PIB nacional en una cuenta satélite -pues, el PIB excluye las actividades domésticas como fuente de riqueza-, se hace cada cuatro años alegando que «las estructuras del cuidado se mueven poco». Esto indica que, hombres y mujeres poco negociamos cuánta responsabilidad vamos a asumir y, sistemáticamente, esta recae en los hombros femeninos.
La experiencia apocalíptica parecía ser transformadora. Estas familias encerradas en sus casas tendrían que negociar el trabajo del cuidado, y en esta negociación habría una revolución necesaria en las estructuras sociales: la experiencia mostraría la opresión de la limpieza, dejaríamos de limpiar por todo o tener bonos morales al hacer oficio. Paralelo a ello, los varones entenderían que la distribución doméstica es inequitativa y empezarían a hacer las actividades que impiden a sus parejas descansar, dormir o tener tiempo de autocuidado.
Nada de eso ocurrió. La experiencia evidenció que la inercia de las desigualdades es más fuerte que la esperanza de transformación. El COVID-19 en lugar de hacernos menos neuróticos por la limpieza, aumentó nuestros hábitos de higiene en relación a los protocolos biosanitarios, y este “nuevo cuidado” también recayó desproporcionadamente en las mujeres. Un sondeo hecho por el OEM, en el primer pico de la pandemia, indicó que las labores asociadas al trabajo de cuidado no remunerado aumentó una hora diaria para las mujeres caleñas. Y es importante hablar de ello, por tres puntos:
Primero, el cuidado es central en los debates sobre equidad de género y desarrollo. Está en la agenda de organizaciones como la CEPAL y otras que evalúan los límites del modelo productivo actual, pues se conecta con formas productivas diversas y sostenibles. No por nada la medición alternativa del trabajo doméstico en el PIB, indica que si este se incluyera en la medición ortodoxa del PBI, aportaría más que el comercio y la industria.
Segundo, el cuidado afecta tremendamente la vida cotidiana de las mujeres. El déficit de cuidado posibilita flujos de trabajo en donde mujeres pobres de países pobres atienden niños o viejos ricos de países ricos, liberando de tiempo a otras mujeres que compran cuidado para ganar autonomía. Pasa también en las ciudades, pues mientras escribo esto, jardineras estimulan a mi hijo en amplias zonas verdes, mientras sus hijos están en espacios menos cómodos, en barrios menos seguros, en zonas menos verdes. La carga del cuidado reproduce privilegios y desventajas desigualmente.
Tercero, la estructura de cuidado no se transformó y la pandemia no replanteó los patrones de género que limitan nuestras posibilidades de existencia. Urge movilizarse para visibilizar esta realidad, necesitamos políticas transversales de cuidado que mejoren la vida de las mujeres; pues la pandemia, lamentablemente, parece no habernos transformado.
Hay mucho por hacer, las acciones estatales y de la sociedad civil para atender el problema son variadas: políticas que concilian el trabajo productivo y el reproductivo en las organizaciones, incorporando flexibilidad laboral, trabajo en casa o zonas de cuidado en el trabajo; bonos pensionales o transferencias monetarias condicionadas que dan dinero a mujeres para subcontratar el cuidado e ingresar a procesos formativos; provisión pública de redes de cuidado especializado en Barcelona, o la introducción de tecnologías que disminuyen la intensidad de trabajo doméstico en Colombia, como lavadoras para mujeres en sectores populares.
Es fundamental visibilizar, reconocer y redistribuir el trabajo de cuidado no remunerado. Para esto, encuentro tres pistas: primero, generar masculinidades no hegemónicas, no agresoras y cuidadoras, importante en ciudades como Cali donde los varones están poco vinculados a tareas de cuidado y trabajo doméstico. Segundo, construir organizaciones sensibles a la carga de cuidado y entender que tal carga se conecta con una menor participación de las mujeres en espacios públicos de deliberación, pedagógicos o productivos. Para el OEM, en donde trabajo, ha sido poderoso descubrir que cuando ofrecemos apoyo con el cuidado de niños en los procesos formativos, las mujeres participan más y desertan menos. Tercero, considero útil que organizaciones de la sociedad civil fortalezcan redes de cuidado en los territorios donde interactúan. Curiosamente, investigaciones sobre el cuidado en Cali muestran cómo las mujeres hacemos espontáneamente cadenas de cuidado: vecinas cuidan a los niños de la cuadra desde las ventanas, madres comunitarias cuidan a los niños de su vecindad, amigas alternan horarios para cuidar a sus hijos. Esas formas orgánicas de distribuir el cuidado, tienen mucho por enseñarnos para lograr lo que plantea este texto. Las maternidades no pueden ser individuales ni solitarias. Hay que construir esquemas no hegemónicos de distribución del cuidado, esquemas colectivos de atención a la maternidad, y una conciencia pública de que nuestro bienestar es responsabilidad de todos.